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CAST. Arqueología viva. Vídeoarte, transcripción del texto:

 

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Habladoras de la muerte, estamos aquí para dar voz al pasado, para hablar, conversar, debatir, dialogar, discutir, razonar, murmurar o revelar…

Haciéndonos saber de esta nueva vida, que está renaciendo aquí mismo en este molino de harina, de estas levaduras y microorganismos históricos, que hasta ahora debían estar escondidos entre estas paredes o en las grietas de estas piedras, en los restos de cal amarillenta y desconchada que aún permanece,  
o más arriba en este nido de golondrinas inmenso, que antes era un antiguo horno medieval, entre pequeños orificios, nidos de tarántulas y otros seres diminutos.  
Y, dentro del “agua fada” o cruda, que parece que había sido de uso común aquí, hasta hace prácticamente nada, y que según documentación llegaba hasta las mismas puertas del monasterio de Sant Pere de Rodes a través de minas y cisternas.  
Y, entre estas harinas, como las de antes, triticum monococcum, dicoccum…  
Siempre en referencia a los estudios de paleocarpología y de experimentación arqueológica llevados a cabo sobre cultivos medievales como los de La Esquerda de Roda de Ter o el antiguo poblado de Las Tenalles de Sidamon en Lleida.

Desde este lebrillo, que es a la vez contenedor, y oreja o boca-oreja, captadora de vida, con su boca siempre bien ancha, captando todo lo que está en letargo,llamando y absorbiendo a la vez, simplemente por la acción del agua y la harina.  
Dicen que este tipo de lebrillos ya eran utilizados desde tiempos muy antiguos, y que muy poco ha cambiado su uso. En el museo de Atenas hay, por ejemplo, una figura de una mujer amasando pan, se trata de una escultura griega de terracota del siglo VI a.C. Y, en el valle, las arqueólogas han contabilizado hasta veinte trozos de lebrillos vidriados y monocromos como este.

Habladoras de la muerte que escribimos, que hablamos, siempre desde este pasado extinto y obsoleto, pero que no lo hacemos porque sí, porque todo esto nos puede servir de inspiración en estos nuevos tiempos de cambio.  
Desde el capitalismo contemporáneo podemos mirar hacia atrás, hacia la economía de subsistencia, hacia el pastoreo, hacia el conocimiento de nuestro entorno, hacia este retorno a la tierra. O como ha continuado en determinados lugares, más o menos aislados, que han sabido vivir al margen de todos estos procesos propios de la modernidad.  
La revuelta está en esta mirada de aprender de nuestros ancestros. Y, una visión, en términos siempre positivistas, y utópicos, si se quiere. Con todo esto, desde los márgenes surgirán pequeños grupos insurgentes, aquí y allá, sin nada organizado, y podrán pensar en la creación de estos nuevos mundos siempre revolucionarios, posibles, probables, o tal vez improbables… Como bien nos decía Tiqqun, un proceso de insurrección puede nacer en diferentes puntos, que en un momento se pueden encontrar o dejar de hacerlo, sin ninguna clase de estabilidad. Como un partido imaginario, con multiplicidad de prácticas, existencias y mundos que hacen agujeros sobre el Imperio.  
Mundos que pueden venir también desde la tradición de resistencia creativa.  
Desde este pasado que nos recuerda los objetos que parecen inertes, muertos, pero que no lo están, sino que son solo microorganismos en letargo, que pueden nuevamente volver a la vida; solo hace falta echarles agua y harina.

Sin embargo, todo lo que sucede aquí no es solo culinario, hay algo científico en toda acción de cocina, en nuestros fogones, en nuestra chimenea... Desde la cocina laboratorio ecofeminista que proponía Lindsay Kelley en “Bioart kitchen, art, feminist and technoscience”. 
Cocinar de hecho puede ser un símbolo de resistencia ante los tiempos de los alimentos prefabricados y ultrarrápidos.  
Es como hacer esta masa madre lentamente,  y dejar que suba o baje, o que haga burbujas ante nuestros ojos, que rebose o necesite el calor veraniego o un radiador siempre encendido… O que nuevas colonias inesperadas la invadan, colonias de hongos negros o blancos, o blancos y negros.

 

Habladoras de la muerte es, de hecho, un personaje imaginario de Donna Haraway, en “Las historias de Camille: los niños del compost”, que ahora intentamos ser o reproducir nosotras,  
dando la palabra a lo viejo, a lo extinto,  
a través de nuestros leves megáfonos, y de esta habla parcialmente alta y baja, la que se susurra, para crear siempre un nuevo imaginario.  
En una época de extinciones masivas, necesitamos voces que hagan memoria.
 

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